Jonathan Davilio, un alegre y entusiasta inmigrante haitiano de 20 años, me quería mostrar la casa de chilenos donde vive, pero se topó con una sorpresa.
Apenas el padre de la familia, un camionero que pidió no revelar su nombre, se dio cuenta que el haitiano venía con un hispanohablante, el chileno se echó a llorar.
Jonathan quedó desconcertado, y me interrumpía cuando preguntaba la razón del llanto.
“Yo le he tendido la mano a este”, me dijo el camionero, que lo hospeda desde hace dos meses en una pequeña pieza en su casa de Quilicura, el barrio de clase media baja de Santiago donde reside la mayoría de haitianos.
“Pero ya no puedo mantenerlo en este estado (…) Yo no sé si es que no se quiere a sí mismo, o es que no se baña, pero huele mal y no limpia el baño“, me explicó.
La molestia de sus anfitriones fue noticia nueva para Jonathan, quien habla un español limitado tras 10 meses en Chile. “Yo me baño y limpio el baño”, justificó.
“Pero quizá no sea cuestión de limpieza”, me dijeron varias personas que trabajan con haitianos cuando les conté la anécdota.
Quizá, aseguraron, sea un efecto más del choque cultural que está viviendo el país desde que comenzó esta ola migratoria, hace unos cinco o siete años.
Un choque cultural que no solo produce lágrimas, sino también romances, bailes y carcajadas en una nación que por primera vez en su historia está recibiendo una buena dosis de cultura afro.