Por Rubén Moreta
El pánico arropa al mundo. Los habitantes del planeta tierra no habían sentido una angustia de la magnitud de la que padecen hoy, ante el avance de la pandemia del Covid 19.
Habíamos padecido enrevesados choques, como la primera y segunda guerras mundiales; o ruinosos y prolongados enredos geopolíticos, como la Guerra Fría; o dictaduras y guerras civiles intestinas cruentas; o sucesos desgarrados, como el ocurrido el 11 de septiembre del 2001, con los devastadores ataques a lugares emblemáticos de Estados Unidos, como las Torres Gemelas, epicentro del poder imperial financiero, y el Pentágono, símbolo del poder militar de la estridente potencia norteamericana.
Lo de hoy es totalmente diferente: es una arremetida virológica, que ha producido un inimaginable embate de alcance plurinacional, policlasista, plurireligioso y multiétnico. Y lo peor, agarró al mundo desprevenido: sin vacuna ni fármacos para encararla.
Al principio, como el punto de inicio fue China, las potencias occidentales se cebaron contra el gigante asiático y lanzaron una artillería mediática para fastidiar a ese país. El cálculo le salió mal: los chinos, pioneros de la medicina desde la génesis de la humanidad, supieron aplicar antídotos adecuados, como el aislamiento de la zona cero (Wuhan); usar sus mejores científicos para desenmarañar el genoma del virus; fabricar hospitales en contados días para atender los millares de enfermos; tomar –con humildad- de un país chiquito pero valioso del Caribe (Cuba) el fármaco Interferón Alfa 2b Humano Recombinante, para restituir el sistema inmunológico de los más graves; y con sus científicos han metido mano para adelantar una posible vacuna, en la que trabajan a contrarreloj.
El virus migró de China, como migró de Kansas, sur de los Estados Unidos a Europa el fatal virus gripal del 1918, que los periódicos de España tanto difundieron, y de forma malevolente le pegaron el nombre de Gripe Española y que mató en el mundo a más de cincuenta millones de personas.
El covid 19 se conoció en China en diciembre del 2019, y desde enero del 2020 comenzó a expandirse por Asia y Europa. En el viejo continente hizo estragos, sobretodo en Italia y España y desde febrero llegó a Estados Unidos, tomando a Nueva York como epicentro, con consecuencias devastadoras en hospitalización, pérdida de vidas humanas y parálisis cuasi absoluta del aparato productivo.
En Latinoamérica, el coronavirus avanza también con secuela nefasta. Ya está presente desde el Rio grande hasta la Patagonia.
Una dosis de optimismo: el mundo no se acabará. La humanidad no se destruirá. En un par de años desarrollaremos los anticuerpos y esta será una patología más de las miles que existen y que periódicamente atacan a los seres humanos.
Ahora, bien, si me preguntan cuál es la consecuencia fundamental de esta pandemia, respondería que: haber reducido a los seres humanos a lo que somos, no obstante nuestro torvo proceder: seres falibles, débiles e imperfectos.
El autor es Profesor UASD.