Por Rubén Moreta
Pareciera que en República Dominicana existe una fascinación por el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina, a juzgar por el tratamiento laudatorio como es abordado ese personaje en los medios de comunicación, especialmente en radio, televisión y redes digitales.
En este país caribeño se ha escrito, se escribe y coloquialmente se comenta más sobre Trujillo que sobre Juan Pablo Duarte. El análisis -generalmente sesgado- de los perfiles del gobierno trujillista ocupa más espacio mediático que el ensalzamiento de las virtudes y aportes de los Padres de la Patria en la construcción del destino nacional.
Una explicación sociológica de este fenómeno radica en que nuestro sistema educativo ha fallado en la construcción de un pensamiento y una memoria crítica de los ciudadanos, que abomine de figuras mesiánicas-autoritarias como Trujillo o cualquier otro “predestinado” que pretenda erigirse en dictador del siglo XXI.
Otro factor es el conservadurismo del pueblo dominicano. Los conservadores asaltaron el poder político desde el primer ente de gobierno nacional en el 1844, que lo constituyó la Junta Central Gubernativa.
El pensamiento y el discurso liberal han sido deficitarios porque los gobiernos genuinamente liberales –Bonó, Luperón y Bosch- han sido esporádicos y de escasísima duración. La derecha se ha pegado “con coquí” al poder y los liberales, desenfocados y atomizados, no encuentran la ruta para ganar el poder político.
Asimismo, la República Dominicana, desde su génesis independentista, ha sufrido un errático sendero ideológico. El sesgo es un elemento característico de nuestra evolución histórica, porque nuestros gobernantes se acomodan al pragmatismo. A tono con esta lógica, los liberales cuando llegan al poder actúan como conservadores y algunos mandatarios derechistas han destapado icónicas medidas progresistas.
Los gobernantes y partidos políticos que se autodefinen como liberales han sido desastrosos al frente de la administración pública, abdicando de sus principios. Las políticas neoliberales, por ejemplo, fueron ejecutadas por gobiernos de formaciones liberales: PRD y PLD. De igual forma, la férrea tutela dogmática-religiosa, que lastimosamente en el siglo XXI encuadra nuestro país en el medioevo, ha sido consolidada durante los gobiernos blancos y morados de los últimos treinta y cinco años.
Todas las administraciones contemporáneas de “tendencia liberal” han sido laxas frente al clero católico, ensanchándole su poder y participación en la dirección de la sociedad, especialmente en el área educativa, en una irrefutable traición a la memoria del insigne maestro antillanista Eugenio María de Hostos, reivindicado hasta el éxtasis por el fundador del PRD y el PLD Juan Bosch, pero desdeñado por sus inconexos discípulos.
Resulta un contrasentido y un absurdo que la población dominicana habiendo vivido durante cincuenta y cinco años dentro de un modelo democrático, añore el autoritarismo de la satrapía más cruel del caribe. No importa lo disfuncional, estéril o la baja calidad de nuestra democracia, pero esta es un modelo cien veces superior al espejo trujillista, aunque las élites dominantes y los mecanismos de socialización de la cultura, como la escuela y los medios de comunicación, no se hayan encargado de fijar esa percepción entre los sujetos dominicanos.
Como sociedad tenemos que saber que la Era de Trujillo representó un régimen que conculcó los derechos humanos y las libertades públicas; fue un gobierno que perseguía, encarcelaba y asesinaba a los disidentes; fue un régimen que produjo un espasmo mental a partir del miedo; fue una administración que proscribió los partidos políticos; fue un modelo donde solo funcionaba un partido único, el partido del Jefe (Partido Dominicano), en el cual debía militar toda la población mayor de edad, debiendo portar permanentemente el carnet del partido, so pena de multa y/o encarcelamiento, y ese régimen edificó un enfoque racista anti haitiano, llegando al colmo de asesinar en el 1937 a diez mil haitianos en toda la geografía nacional, genocidio que mereció la repulsa internacional, y que hoy algunos historiógrafos quieren empequeñecer.
La Era de Trujillo representó treinta y un años y catorce días de pesadilla.
Reivindicar el trujillismo o expresar fascinación por ese personaje hace pertinente que la inversión actual de un 4% del PIB en el sistema educativo se duplique a un 8%, para contrarrestar, desde una nueva escuela que fomente el pensamiento crítico, visiones sesgadas de nuestra construcción histórica como el actual encantamiento por Trujillo.
El autor es Profesor UASD.